martes, 17 de febrero de 2015

Invitación a la espiritualidad

De José Arregui. Interesante, profunda y sabia reflexión sobre la espiritualidad.
"Quiero proponeros una invitación a la espiritualidad. También hoy, hoy de nuevo, necesitamos de espiritualidad. Una espiritualidad de siempre y, a la vez, una espiritualidad nueva, que responda a las luces y a las sombras de nuestra cultura. Y al decir espiritualidad, quiero decir: una vida alentada por el Espíritu que ilumina y consuela.
Voy a señalaros algunos rasgos de la espiritualidad que necesitamos hoy.
1. Una espiritualidad necesaria
Necesitamos de espiritualidad como de oxígeno, de agua, de pan.
Hace 25 años, J. Moltmann escribió:
“A mí me parece que hoy necesitamos de hombres que se encaminen hacia el desierto interior del alma y bajen hasta los abismos del yo para combatir a los demonios y experimentar la victoria de Cristo, o más sencillamente para garantizar una esfera de vida interior y, a través de la experiencia del alma, abrir el camino a los demás.
Y en nuestro contexto esto significa comprender el sentido positivo de la soledad, del silencio, del vacío interior, del sufrimiento, de la pobreza, de la sequedad espiritual y del ‘saber que ignora’.
Para los místicos este sentimiento consistía –según su forma paradójica de expresarse– en aprender a existir en la ausencia del Dios presente, o en la presencia del Dios ausente, y en soportar la ‘noche oscura del alma’ (Juan de la Cruz).
¿Puede valer esto mismo para nuestros días?”
(J. Moltmann, “Contemplación, mística, martirio”, en T. Goffi – B. Secondin, Problemas y perspectivas de espiritualidad, Sígueme, Salamanca 1986, p. 401).
Sí, puede valer para nuestros días, porque necesitamos liberarnos del miedo y reconciliarnos con nosotros mismos; porque no nos basta lo que tenemos, lo que sabemos, lo que podemos; porque necesitamos seguir creyendo en la bondad a pesar de todos los males que hacemos y padecemos; porque es preciso seguir esperando activamente en otro mundo mejor.
La espiritualidad no es un conjunto de creencias más o menos articuladas, aunque las creencias puedan existir e incluso inspirar.
La espiritualidad no es una serie de ritos, aunque los ritos pueden ser bellos y sanadores.
La espiritualidad no es un sistema de normas morales, aunque unos principios morales pueden ayudar a mantener abierto un horizonte ético sin el que la espiritualidad es puro engaño.
¿Qué es la espiritualidad? Es la vida con espíritu, la vida que respira, la vida alentada y empujada por el soplo, la brisa o el huracán. La espiritualidad es vivir en el Espíritu que habita en todos los seres, en el Espíritu que acompaña y consuela, que libera y da anchura, que nos hace prójimos y compasivos, nos hace capaces de paz y de armonía, nos enseña a mirar a todos los seres con atención, respeto, miramiento.
Nos permite ver que todo es sagrado y admirarlo y cuidarlo. También nosotros somos sagrados y debemos cuidarnos.
2. Espiritualidad para un tiempo nuevo
Sería pretencioso pensar que justo a nosotros nos ha tocado vivir la mayor transición de la historia universal. Todos los tiempos son de transición. Pero no todos los tiempos conocen una significativa transición cultural o epocal, y hay muchos indicadores de que hoy nos hallamos en medio de una de esas grandes transformaciones de la historia humana, de que estamos en el umbral de una nueva época.
El paso de la cultura nómada de los cazadores/recolectores a la cultura sedentaria de la agricultura, hace 9.000 años, constituyó un hecho crucial en la humanidad, lleno de consecuencias religiosas (todas las grandes religiones universales del pasado o del presente nacieron en la cultura agraria y responden a su cosmovisión, reproducen sus instituciones).
Hace solamente 200 años, la industrialización empezó a cambiar la agricultura y la visión del mundo (las religiones se resistieron).
En nuestros días, la era industrial está dando paso a la era de la información: la información aumenta en un grado hasta hace pocos años inimaginable y circula a una velocidad inusitada hasta ahora, y el futuro no lo podemos ni imaginar; el conocimiento se fragmenta, las verdades se tambalean, las instituciones se resquebrajan. El pluralismo es inevitable. Pero las religiones se siguen resistiendo.
Sin embargo, se puede prever que la transformación cultural, tarde o temprano, traerá consigo una transformación espiritual y religiosa, análoga a aquella que se dio en torno al año 500 a.C., el llamado “tiempo eje” (de Buda, Mahavira, Confucio y Lao zi; de Isaías, Jeremías y Ezequiel; de Heráclito, Sócrates, Platón y Aristóteles…).
Se va abriendo una nueva visión integral del mundo, un nuevo paradigma: el paradigma evolutivo y holístico, el paradigma de la interrelación dinámica. Todo está relacionado con todo en todos sus puntos, y todo está en evolución y transformación permanente.
El mundo antiguo está en crisis. La crisis económica es la crisis de todo un modelo cultural, de una forma de desarrollo, de producción, de relación, de ser. Y Einstein dijo con razón: “Los problemas provocados por un modelo no se pueden resolver dentro de ese modelo”. Eso vale, sin duda, para la ciencia, pero también debiera valer para la política y la economía. Y debiera valer igualmente para la religión.
¿Qué sucedería si las religiones asumieran, que algún día tendrán que asumir, este nuevo paradigma? Promoverían una enorme transformación espiritual planetaria. No podrá darse la transformación planetaria sin esta transformación espiritual. La transformación ha de ser también espiritual, y la espiritualidad ha de promover la transformación. Pero es indispensable para ello que las religiones desplieguen su alma espiritual más allá y a través de todas las formas.
3. Una espiritualidad más allá de la religión
Nuestras iglesias, espacios tan bellos de luz serena y de piedra silenciosa, empezaron a quedarse vacías en los años 50. Aún vacías –llenas del vacío de todas las cosas que no son el Todo pero son su sacramento– siguen siendo bellas y sagradas, están habitadas por el Misterio que nos acoge a todos (¡y todos estamos tan necesitados de ser acogidos!).
Pero las iglesias vacías empezaron a ser el síntoma de un éxodo más profundo. Fue quedando desierta la Iglesia, patria espiritual de innumerable gente buena, pero también gigantesco andamiaje histórico sin espíritu y sin vida.
Los intelectuales no encontraban inspiración en ella, y la mayoría se fue, muy a menudo en silencio, por pura asfixia espiritual no pocas veces.
La gente de izquierda no hallaba en ella eco a sus protestas y esperanzas y, profundamente decepcionados durante siglos, casi todos se fueron.
Los jóvenes no se sentían acogidos por ella en sus críticas y anhelos, y también se fueron, se fueron en masa.
No obstante, muchos tuvieron la sensación de que, al irse, se llevaban lo mejor: Jesús de Nazaret con su rebeldía y sus bienaventuranzas. Jesús el profeta inspirado y arriesgado. Jesús el manso y humilde de corazón. “No a la Iglesia, sí a Cristo”, declaraban entonces muchos, para excusar su marcha y no sentirse huérfanos del todo. No les faltaba razón.
Luego, entre los años 60 y 90, se fueron sucediendo otras divisas distintas, testigos elocuentes de la transformación, insospechada como imparable, que se está produciendo en la cultura religiosa del mundo actual, al menos en el Occidente europeo. “No a Cristo, sí a Dios”, alegaron algunos, viendo que Dios podía unir a muchos creyentes separados por dogmas cristológicos (“de la misma sustancia que el Padre”, “naturaleza humana y naturaleza divina”…). También ellos tenían sus buenas razones, pues era claro que el lenguaje de los dogmas resultaba ininteligible.
Pero otros no tardaron en anunciar: “No a Dios, sí a la religión”, pues, entretanto, “Dios” se les había antojado como una estatua muerta o un soberano peligroso, mientras que la religión podía ser algo todavía necesario, un mundo de sentimientos humanos y vivos, más allá y más acá, eso sí, de toda religión establecida o de toda institución religiosa.
En esta perspectiva abundan quienes, en la última década, proclaman abiertamente: “No a la religión, sí a la espiritualidad”. Sí a una espiritualidad mística y laica, liberada de credos y jerarquías. No a una religión apresada en las mallas, tan sutiles y obstinadas, del dogma, de la moral y del poder, o simplemente del miedo.
El miedo es muy humano, pero fácilmente deshumaniza. Y donde hay miedo, tal vez haya religión, pero ciertamente no hay espiritualidad, porque el miedo impide respirar y la espiritualidad es respiro.
Yo no creo que sea bueno reivindicar la espiritualidad contra la religión, a no ser que uno haya llegado a aquel estado de plenitud simple, de vacío pleno, en que el Espíritu anima del todo cada respiración y cada paso. La inmensa mayoría no estamos todavía ahí, y es bueno cuidar el rito y la palabra, volver a los textos “sagrados” y los dogmas de siempre para releerlos y dejarnos inspirar; es bueno reunirnos para rezar las oraciones de siempre, para danzar, cantar y callar, para mantener encendida la llamita común de la esperanza, para consolarnos de las penas de la vida y –así los cristianos–fortalecernos con el pan de Jesús.
Creo que la inmensa mayoría de los que nos llamamos “creyentes” y queremos vivir la espiritualidad necesitamos de alguna forma de religión, sin sujetarnos a ella, y sin censurar a los que quieran prescindir en absoluto de toda forma establecida.
Es bueno que sigamos practicando la religión aquellos que la necesitemos para vivir la espiritualidad, y que el Espíritu nos inspire en las formas. Pero no es bueno que dejemos ahogar el Espíritu en las formas religiosas. Entonces la religión está muerta o ha de morir.
“Las religiones mueren cuando fallan sus luces”, escribió el gran teólogo W. Pannenberg.
Las religiones mueren cuando dejan de inspirar, iluminar, consolar.
Las religiones mueren cuando obligan a los creyentes a aferrarse a las creencias, por fundamentales que se consideren y por esenciales que parezcan ser (en realidad, nunca son esenciales; la “esencia” de toda religión es el Espíritu que sopla, refresca y relanza).
Las religiones mueren cuando ligan el amor a unos mandamientos absolutos y supeditan el consuelo del perdón a unas condiciones.
Las religiones mueren cuando se convierten en sistemas de dominación y de subordinación mutua. Y hay síntomas que no engañan: una religión está muerta o se va muriendo cuando estrecha espacios para la pluralidad y la tolerancia, cuando apela de continuo a la autoridad, cuando blande la amenaza, cuando multiplica condenas y advertencias, cuando olvida la misericordia y exhibe el poder.
Y no hablo sólo de instituciones religiosas. Ningún creyente está exento de estas tentaciones, y cada uno debe empezar por mirarse a sí mismo y dejar que el Espíritu detecte nuestros engaños dándonos consuelo, pues Él no sabe juzgar si no es consolando. “Luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo”. Fuente del mayor consuelo.
4. El mayor peligro es el fundamentalismo
El cristianismo en el que hemos sido formados y que en buena parte sigue aún en pie se ha desarrollado en una sociedad sólida y muy estable. La fe se apoyaba en una cosmovisión de certezas firmes y, a su vez, contribuía como lo que más a dotar a la cultura de cohesión y estabilidad. Los creyentes se hallaban firmemente enraizados en la realidad, y la religión ofrecía el sistema último de certezas que les sostenían y fundaban.
Pero he aquí que se ha producido un cambio drástico de panorama. La Modernidad y la industrialización han ido plasmando unos cambios profundos que el Renacimiento ya anunciaba de lejos. La era postindustrial de la información en la que nos hallamos no hace sino radicalizar esos cambios.
Mal que bien, la Iglesia ha podido resistir en los últimos siglos a lo que se consideraban embates del mal. Pero todos los indicios apuntan a que la resistencia se está agotando. La realidad acaba por imponerse.
¿Y cuál es hoy esta realidad? Una realidad absolutamente compleja y marcada por la conciencia de la complejidad. Con todos nuestros saberes, o tal vez por ellos, el mundo nos resulta hoy mucho menos evidente que hace unos siglos o que hace solamente cincuenta años.
Los sociólogos hablan de una “intransparencia irreductible”, o del “final de la evidencia y la visibilidad” o, más en general aún, de “la falta de rotundidad” (D. Innerarity) de la realidad en su conjunto y de la sociedad en particular. Efectivamente, nada es rotundo y seguro.
Y la espiritualidad es esa libertad interior para vivir en paz en la intemperie, sin aferrarse a ninguna seguridad. La búsqueda de sistemas de seguridad vuelve a ser hoy la gran tentación de las religiones.
El gran peligro espiritual de hoy no es el agnosticismo, ni es el ateísmo. Ni el hedonismo, el relativismo, el indiferentismo y esas cosas que tantas veces escuchamos denunciar en los discursos eclesiásticos. El gran peligro de hoy para las religiones es el fundamentalismo.
La espiritualidad nos reconcilia con la duda, la incertidumbre, la búsqueda. Necesitamos una espiritualidad sin espíritu de secta, sin pesimismo apocalíptico, sin actitudes defensivas, sin agresividad doctrinaria.
Una espiritualidad que cuida la identidad y la mantiene abierta, flexible, viva.
Una espiritualidad a menudo perpleja, sí, pero no resignada, ni amargada, ni escéptica.
Una espiritualidad dialogante y amable, que sabe que la verdad y el bien no son posesión suya, pero que no por ello renuncia a ser testigo de la gracia que la hace vivir.
5. Espiritualidad de la vida
“Espiritualidad de la vida” es una expresión redundante. La espiritualidad no es algo específico y separado, sino la confianza en la vida que se expresa en todas nuestras manifestaciones vitales. Por eso se podría mirar esta nueva espiritualidad como un nuevo estilo de vida: una manera de mirar, sentir, relacionarse, vivir.
La vida es un gran misterio, envuelto en un misterio más grande aun. Cuanto más avanzan las ciencias, más se maravillan, no solamente de cómo es la realidad, sino de que sea y viva. En realidad, más allá del concepto estricto de vida biológica, se puede decir todo cuanto es vive, está animado, se mueve, se transforma.
El Espíritu es “aliento vital” presente en el corazón de cuanto es. Es fons vitae, fuente de vida. Es la viriditas primaveral de la vida, como lo llama Hildegarda de Bingen. Es como el verdor de la primavera y de todo cuanto vive.
Es vitalitas de Dios que está presente en todos los seres vivientes y se traduce en “amor a la vida”. El amor a la vida, el querer vivir se manifiesta en todos los seres vivos. No sólo viven, sino que también quieren vivir.
“En las rebeliones de los cuerpos y de la tierra se detectan hoy signos que indican que las criaturas quieren vivir. En este mundo, con su moderna enfermedad mortal, la verdadera espiritualidad consistirá en recuperar el amor a la vida y, por tanto, la vitalidad. El sí total y si reservas a la vida y el amor total y sin reservas a todo lo que vive son las primeras experiencias del Espíritu de Dios”
(J. Moltmann, El Espíritu de la vida, Sígueme, Salamanca 1998, p. 111).
Cuanto es quiere ser más plenamente, porque está animado por el Espíritu de Dios. Cuanto vive quiere vivir más plenamente, porque está atravesado por la corriente de la vida. La creación no está acabada. La vida, la conciencia, la libertad… todo está en camino, movido por la aspiración e inspiración universal del Espíritu. Y la muerte forma parte de la vida en su forma actual, pero también cuanto muere quiere seguir viviendo, quiere transfigurarse, quiere “resucitar” en una vida sin daño ni muerte, en la primavera definitiva y universal de la vida.
6. Espiritualidad de la carne, del cuerpo
“Espíritu” nos sugiere lo que no es materia o carne o cuerpo. Ahora bien, en la Biblia “espíritu” no es lo opuesto a la carne, ni lo separado de la carne, sino el aliento, el soplo o el viento de Dios que anima la carne, toda carne.
Y decir carne es decir la realidad del mundo tal como es en su finitud y apertura misteriosa. Decir carne es decir el mundo del que formamos parte los seres humanos en comunidad de ser con todos los seres. No hay mística del alma sin mística del cuerpo.
La espiritualidad ha de ser, pues, necesariamente una “espiritualidad del cuerpo”
(J. Moltmann, El Espíritu Santo y la teología de la vida, Sígueme, Salamanca 2000, p. 102).
Amamos como cuerpo, confiamos como cuerpo, oramos como cuerpo. Para ser espirituales necesitamos relajarnos, liberarnos de las tensiones físicas y mentales. Para ser espirituales necesitamos respirar bien y sentirse bien en nuestro cuerpo, lo que no significa que hayamos de tener un cuerpo perfecto y gozar de una salud perfecta.
Moltmann observa atinadamente que el amor a la vida…
“nada tiene que ver con los ídolos de la salud, propios de la sociedad tardoburguesa, que venera la fuerza vital como ‘fuente de rendimiento’. La angustia por la pérdida de sentido de la vida real es lo que lleva al hombre moderno a recurrir a medios que potencien la vitalidad.
Así pues, no sólo hay que proteger la vitalidad que surge del amor a la vida contra su entumecimiento en las rutinas de la sociedad tecnológica, sino también contra el culto a la salud, tan propio de la moderna sociedad del rendimiento, y que tantas enfermedades procura al hombre”).
El Espíritu de la vida, o.c., p. 100
El placer es bueno, es necesario, y es espiritual. Todos nuestros placeres son placer de Dios. El Espíritu de Dios se place en nuestros placeres y en los placeres de toda la creación.
También (aún hace falta decirlo para muchos cristianos), también el placer sexual. El placer sexual es bueno y santo. Es la proyección distorsionada del deseo y el afán de posesión los que hieren la vida (y eso tiene más que ver con las construcciones de nuestra mente o de nuestra alma que con la biología propiamente dicha, aunque naturalmente la mente o el alma son, naturalmente, la “nueva dimensión humana” que “emerge” de las células del cerebro biológico).
7. Espiritualidad de todos los sentidos
La espiritualidad del cuerpo es espiritualidad de los sentidos. Somos cuerpo del mundo que siente. Somos cuerpo de Dios que siente, ¿por qué no decirlo?
He aquí un bello texto de J. Moltmann, comentario crítico de un bello texto de San Agustín:
“Una tarde leí en Agustín [Confesiones X 6, 8]:
«¿Pero qué es lo que yo amo, cuando Te amo a Ti? No amo la belleza de un cuerpo ni el ritmo del tiempo que se mueve; no amo el brillo de la luz, tan amable a los ojos, ni las dulces melodías en el mundo de toda suerte de tonos; no amo el aroma de las flores, de los ungüentos y especias; no amo el maná ni la miel; no amo los miembros del cuerpo, tan deliciosos en el abrazo carnal. Nada de todo eso amo yo, cuando amo a mi Dios.
Y sin embargo, amo una luz y un sonido y un aroma y un alimento y un abrazo de mi hombre interior. Allí brilla a mi alma lo que no abarca ningún espacio, allí suena lo que no arrebata ningún tiempo: allí se exhala un perfume que ningún viento disipa: allí se paladea lo que no vuelve insípida ninguna saciedad; allí se une lo que ningún hastío separa. Eso es lo que yo amo, cuando amo a mi Dios».
“Y yo le respondí aquella noche:
«Cuando yo amo a Dios, entonces yo amo la belleza de los cuerpos, el ritmo de los movimientos, el brillo de los ojos, los abrazos, los sentimientos, los perfumes, los sonidos de esta creación variopinta. Todo quisiera yo abrazarlo cuando yo, Dios mío, te amo a ti, porque yo te amo con todos mis sentidos puestos en las criaturas de tu amor. Tú me esperas en todas las cosas que se encuentran conmigo»”.
Ves el sol ponerse en el horizonte y tus ojos contemplan a Dios en su anchura, o es como si Dios contemplara en tus ojos sin fin. Hueles una flor y hueles los aromas de Dios, o es como si Dios se gozara en todos los aromas. En la piel que palpas a Dios, o es Dios que te palpa y te acaricia. Y así con todos los sentidos.
Los sentidos nos abren acceso al mundo como sacramento de Dios. Cada ser es el Todo. Cada instante, en el aquí y el ahora, es la eternidad.
La espiritualidad de los sentidos es la espiritualidad del gozo, del respiro, del descanso para todas las criaturas. Tras seis días de trabajo, los seres humanos descansan, respiran, se sienten hermanos de todos los seres, dejan descansar a la naturaleza en la paz y el gozo de Dios. Y sienten que es verdad aquel estribillo del poema de la creación: “Todo era bueno”, ”todo era muy bueno”. El día del descanso, todos nuestros sentidos sienten que algún día habremos de gozar en el sábado de la vida en la comunión de todos los seres.
8. Espiritualidad ecológica y liberadora
“Cuando hablo de espiritualidad pienso en un nuevo sentido de ser, en un nuevo sueño colectivo, entretejido de valores infinitos como la cooperación, la solidaridad, el respeto a cada ser, el cuidado de toda la vida, la armonía con la naturaleza, el amor a la Madre Tierra y la pluralidad de expresiones de lo Sagrado”
(Boff, “Crisis y ejemplos-semilla”, en Atrio, el 3-04-2009).
Necesitamos una espiritualidad ecológica, una nueva manera de situarse ante la naturaleza que somos, ante todos los seres que son nuestros hermanos y hermanas. “El grito de los pobres y el grito de la Tierra” son el mismo grito.
Necesitamos una espiritualidad basada en la interrelación de cosmos y humanidad, materia y espíritu. Una espiritualidad que propicie nuestra armonía con el Cosmos.
Una espiritualidad que repare la ruptura secular entre Dios y creación, una ruptura que ha predominado en la tradición occidental y que ha convertido a Dios en una figura separada, alejada del mundo. Una espiritualidad que redescubra el misterio de Dios en el corazón del Cosmos y contemple el Cosmos en el misterio de Dios.
Una espiritualidad que “profetiza la jovialidad del Verbo que asumió la carne humana en su eterna fragilidad y, a través de ella, de todo el cosmos, y del Espíritu que habita con sus energías la totalidad del Universo”
(L. Boff, Ecología: grito de la tierra, grito de los pobres, Trotta, Madrid 1996, pp. 85-86).
Es preciso reconocer la espiritualidad y la “divinidad” de toda la materia. Es preciso entonar un nuevo “himno a la materia”, que tal vez no sea sino pura energía y espíritu, que ciertamente no es -para los ojos del creyente- sino una manifestación del Espíritu de Dios.
Es preciso que hagamos nuestra la vieja sabiduría de las tribus que afirman: “El espíritu duerme en la materia, se despierta en la flor, siente en el animal, sabe que siente en el hombre” y -ha añadido Boff- “siente que siente en la mujer”.
Necesitamos una espiritualidad animada por la cortesía y la gentileza para con todas las criaturas, tratadas como hermanas.
Una espiritualidad que percibe la materia no con los ojos de Descartes, como una extensión inerte y opuesta al espíritu, sino con los ojos de Francisco de Asís, como criatura hermana: hermana agua, hermano fuego y hermano aire, hermana madre tierra que somos y que nos hace ser.
Una espiritualidad capaz de intuir en un trozo de piedra el Espíritu que duerme y danza, que sueña y juega y crea.
Necesitamos una espiritualidad que mira el universo como una trama de relaciones, en la que todo está en comunión con todo, y todo está fundado en un Dios que es “fundamental y esencialmente comunión, vida en relación, energía en expresión y amor supremo”.
Una espiritualidad que mira en “el universo en formación, una metáfora de Dios mismo, una imagen de su exuberancia de ser, de vivir y de colaborar”
(L. Boff, Ecología, o.c., p. 185).
Una espiritualidad fundada sobre la presencia universal del Espíritu y del Logos de Dios en todo el universo, desde la partícula subatómica hasta las galaxias más lejanas.
Una espiritualidad fundada sobre la fe en un Dios que sigue creando, cuyo dinamismo creador es universal y siempre activo desde dentro mismo de la creación, de la que formamos parte; un Dios que ha dado a cada ser el poder de ir haciéndose en relación con todos los seres; un Dios que ama cuanto es y que “sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” (Heb 1,3).
Una espiritualidad de “la ternura del Dios de los oprimidos”, de todas las criaturas oprimidas. Necesitamos una espiritualidad que comparta la esperanza de liberación y el gemido de la creación entera (Rm 8,20-22).
Una espiritualidad corpórea y sensible, convencida de que “no hay redención personal sin la redención de la naturaleza humana y de la naturaleza de la tierra, a la que los seres humanos están ligados indisolublemente porque conviven con ella”
(J. Moltmann, El camino de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1993, p. 382).
La bendición del descanso sabático se extiende a todos: hombres y mujeres. padres e hijos, empresarios y trabajadores, hombres y animales.
En el séptimo día, según la concepción judía, se hospeda «la reina Sabbat» en las familias de Israel, y se realiza la shekiná o la presencia de Dios en su pueblo y en el mundo entero. Dios habita en medio de su pueblo exiliado, Él mismo exiliado, hasta que se realice enteramente la morada conjunta de Dios y de todas las criaturas.
9. Reinventar a Dios
“Inventar” viene del latín invenire, que significa “encontrar”. “Inventar a Dios” no significa crearlo de la nada, sino descubrirlo siempre nuevo y creador en el corazón de toda la creación en marcha, para decirlo con palabras también nuevas, con imágenes sugerentes capaces de expresar lo inexpresable.
No queremos ni podemos dejar de creer en Dios en nuestro tiempo. Pero tal vez no podamos creer de la misma manera en que lo hemos hecho. Todo lo que vive se transforma, y también se transforman la fe viva y la palabra.
Nuestros tiempos nos ofrecen la gracia de creer en un Dios más creíble. Y nos damos cuenta de que los pocos ateos que quedan y los muchos agnósticos que aumentan nos ayudan precisamente a creer en un Dios más digno de fe.
No podemos creer en un Dios Padre, Señor, Rey, soberano, omnipotente. Un Dios inmutable, separado y lejano. Un Dios autoritario, providente y vigilante. Un Dios que se revela solamente a quien quiere, que ha elegido a un pueblo más que a otros, que atiende e interviene cuando quiere. Un Dios que impone normas intocables y exige culto. Un Dios que se ofende y aíra, que pone a prueba y castiga. Un Dios que se impone y da miedo.
No, en ese Dios no podemos creer, porque no es verdadero, porque simplemente no existe. “Los conceptos de Dios rancios, simples u obsoletos ya no satisfacen. Sin embargo, nacientes ideas de diversos contextos del mundo recogidas en la teología se prevén mucho más sabrosas”
(E. Johnson, La búsqueda del Dios vivo, Sal Terrae, Santander 2008, p. 18).
Así, por ejemplo: Dios crucificado de la compasión, Dios liberador de la vida, Dios en femenino, Dios que rompe las cadenas, Dios compañero de fiesta, Dios siempre mayor de todas las religiones, Espíritu creador en un mundo en evolución, Dios vivo del amor “trinitario”…
Creo que nuestro tiempo nos invita a revisar en buena parte nuestra representación de Dios, tanto imaginaria como conceptual. Y “el eje de esa nueva concepción no será la distinción entre Dios y el mundo, sino el conocimiento de la presencia de Dios en el mundo y de la presencia del mundo en Dios”
(J. Moltmann, Dios en la creación. Doctrina ecológica de la creación, Sígueme, Salamanca 1997, p. 26)
Es bueno creer en el Dios que lo habita todo y en quien todo habita, el “Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Un Dios que no es parte del mundo ni la totalidad del mundo, pero que tampoco es alguien ni algo exterior al mundo y separado de él.
Un Dios en quien el mundo es y todos somos como el niño en la madre y mucho más, como la luz en la llama y mucho más, como el sentido en la palabra y mucho más, como el espíritu en el cuerpo y mucho más.
Un Dios que es la Gran Realidad de toda realidad, y que no está “más allá, fuera del mundo, sino más acá, en la profundidad de las cosas, como su fundamento y su misterio”
(J. Alvilares, Dios en los límites, PPC, Madrid 1999, p. 40).
Un Dios que es el corazón de la realidad que nos rodea, que nos constituye, que somos. Un Dios que todo lo anima, lo sostiene, lo habita.
Dios no es ni trascendente ni inmanente al mundo y a todos los entes. No es un objeto que podemos ver, conocer, pensar. No es un ente entre los entes. No es el Super-Ente. Es el Ser de todo cuanto es.
O, como dicen los Upanishads indios, no es lo que el ojo ve, sino El que ve en el ojo; no es lo que el oído oye, sino El que oye en el oído; no es lo que el pensamiento piensa, sino El que piensa en el pensamiento; no es lo que los sentidos sienten, sino El que siente en todos los sentidos…
Dios es el Misterio que funda, precede, acompaña. La presencia que sufre y goza en todos los seres.
“El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve”
O también:
“Los ojos porque suspiras,
sábelo bien,
los ojos en que te miras
son ojos porque te ven.”
(A. Machado).
San Juan de la Cruz lo dijo con la imagen, de incomparable belleza, de los ojos por los que somos dulcemente mirados desde el fondo de nuestro ser.
“Oh cristalina fuente
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados”.
Termino con esta bella oración de Javier Melloni:
“¡Oh Profundidad infinita que asomas por doquier!,
danos la obertura de la mente y del corazón
para que podamos reconocerte en todo.
Que cada instante sea el camino por el que volvamos a ti
del mismo modo que tú vienes a nosotros en cada situación.
Que todo momento sea la oportunidad y la celebración
de este encuentro que se hace transparente a tu Presencia”.
José Arregi
Comunicación con motivo de la presentación de su libro en Donostia (8 nov) y Madrid (11 nov)

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