miércoles, 30 de septiembre de 2009

Hacer el amor


A las pasiones que nacen de las entrañas y se te meten hasta el tuétano. A los amantes de verdad, esos que no se quedan en lo epidérmico. A los amores que llegan como regalo aunque ese amor rompa la dinámica de lo que se debe. A las grandes emociones y al cine que las refleja, a la ternura y al cariño bien contadas en imágenes y palabras. A la "peripecia sentimental" por encima de lo grosero. Os dejo este artículo de Elvira Lindo que me ha pasado un amigo y con él rindo homenaje también a esta bella historia contada y a sus protagonistas, buenísimos actores. Los puentes de Madison, con Meryl Streep y Clint Eastwood



Hay artículos que se piensan, pero no se escriben. Este artículo lo llevaba rumiando mucho tiempo. No lo abordaba porque temía ser malinterpretada. Tampoco sé ahora si me interpretará justamente, pero este agosto he sentido la necesidad de escribirlo. Fue la suma de varios momentos. Una noche programaron en televisión Los puentes de Madison. Es una película que he visto varias veces; sin embargo, pude comprobar que fuimos muchos los solitarios que, huyendo de la ordinariez televisiva, nos entregamos de nuevo a una de las más románticas historias del cine: la que viven un ama de casa de una granja de Iowa y un fotógrafo de National Geographic. No hay espectador sensible que no entienda la atracción que surge entre dos seres tan ajenos: la mujer del campo y el cosmopolita; la esposa atada a su familia y el hombre libre. No hay espectador que no contenga el aliento cuando esa pareja baila en la cocina una canción de Dinah Washington, sin atreverse aún casi a entregarse a las caricias, sabiendo como saben que su amor será corto en la realidad y largo en el recuerdo. Varias fueron las personas cercanas que me hablaron de la película: una anciana de ochenta años, que en la soledad de su casa se puso en la piel de esa otra mujer, Francesca, para vivir ese regalo, que no todas las mujeres han tenido, de disfrutar un gran amor, aunque sea fugaz; un muchacho me comentó cómo le había emocionado la historia, cómo había comprendido a esos dos seres que se aman conscientes de que en la vida no siempre se hace lo que se quiere, sino lo que se debe. Para este joven, el hecho de que tanto Meryl Streep como Clint Eastwood se encontraran, en ese momento, más allá de la cincuentena no le rebajaba un ápice la potencia romántica de la historia. Un actor me habló, recuerdo, de la reticencia de nuestros directores a las grandes emociones, y un director, por su parte, me dijo que soñaba con hacer alguna vez en su vida una historia romántica, sin complejos. A todos nos había conmovido esa pareja que baila una de las canciones más conmovedoras de la historia del jazz: You don't know what love is. El único comentario vulgar sobre Los puentes de Madison, por cierto, lo leí en algún periódico: la anunciaban como la gran película de un cineasta (Eastwood) que, a pesar de ser conservador, sabe contar historias de gente común. Ah, la tontería mil veces repetida: los que no son como tú no pueden ser inteligentes o sensibles. Tras la noche eastwoodiana, huyendo de nuevo de la tele ordinaria, vi un programa de cine. Anunciaban uno de los estrenos españoles de la temporada. No atendí demasiado a las explicaciones del director, pero disfruté la siguiente escena: un joven delincuente y un quinqui retirado filosofan con una copa en la mano; de pronto, el campo de visión se amplía y se descubre un bonito pastel: dos señoritas prostitutas están de rodillas practicándoles a nuestros héroes una felación (dos). Si no hubiera sabido que era una película que va a estrenarse en estos días, podría haber pensado que se trataba de alguna otra que ya he visto y no recuerdo bien. Son tantas las felaciones que me ha brindado el cine español en los últimos años que sólo me cabe pensar que los directores (casi todos son hombres) tienen alguna compulsión que no saben controlar en el campo de la ficción. O tal vez es que piensan, inocentemente, que una escena como esa puede atraer al público a las salas. O puede que no hayan reparado en que para escenas de folleteo evidente están, al alcance de cualquiera, esos canales porno que nos permiten mirar la cosa sin un argumento sólido y sin rodeos. Lástima que las historias en el cine, más allá del porno, traten, fundamentalmente, de los rodeos, de los rodeos que dan las personas para acercarse a otras, atraer la atención de alguien, de los rodeos que tienen que dar para declararse, de las dificultades de propiciar un encuentro, de la imposibilidad de tocarse, del deseo que ha de reprimirse, de la fuerza que ejerce sobre los seres comunes (nosotros) la fidelidad, del cariño, de la ternura que tiene más poder que el sexo a palo seco, de lo que dice una mirada, o una mano sobre otra. Hace años pensaba que la incontenible tendencia de los directores a poner a las mujeres a cuatro patas o de rodillas en las escenas sexuales estaba motivada en gran parte por una especie de trauma sexual, el lastre de la represión franquista, pero ahora mi teoría se ha hecho pedazos viendo cómo hay una especie de rijosismo juvenil heredado en una generación que ha crecido con la misma libertad sexual que pueda tener un noruego y para la que Franco es un personaje histórico. Por alguna razón eluden la peripecia sentimental, como si no tuviera prestigio, y la sustituyen por el sexo explícito, en muchos casos grosero, y, por tanto, molesto. El aquí te pillo-aquí te mato es tan frecuente en el cine español como infrecuente en la vida real. Recuerdo aquella frase de Robert DeNiro en La chica del gánster: "Yo no follo, yo hago el amor". El amor se hace de muchas maneras, lo difícil (lo saben los grandes) es contarlo bien. Y los espectadores españoles están ávidos de sentimientos, porque el folleteo y la ordinariez la tienen a diario. En la tele, ¡y gratis! -

viernes, 4 de septiembre de 2009

Amor Gay

Aunque no siempre me gusta Pérez Reverte, este artículo está lleno de sensibilidad. Creo que sobran mis palabras.

Amor gay
Por Arturo Pérez-Reverte


Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven paseando por Venecia. Los encuentras caminado por los puentes, a la orilla de los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado. Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me encanta sorprender sus gestos comedidos de confianza o afecto, el reparto convencional de roles que suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo sientes flotar entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios.
Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja, hombre y hombre, cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos, apoyado discretamente un hombro en el del compañero, en un intento de darse calor. Iban quietos y callados, mirando el agua verdegris y el cielo color ceniza. Y en un momento determinado, cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la gama de grises del paisaje se combinaron de pronto con extraordinaria belleza, los ví cambiar una sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una caricia.
Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé. Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo del vaporetto que los llevaba a través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento por aquella sonrisa. Largas adoslescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la calle soñando con un príncipe azul de la misma edad, para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos de asco y de soledad.
La imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es que le parta a uno la cara. Y cuando apetece salir, conocer, hablar, enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un bar, verse condenado de por vida a los locales de ambiente, las madrugadas entre cuerpos Danone empastillados, reinonas escandalosas y drag queens de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la sordidez del urinario público.
A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo entero, que debe de ser un homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se mete, o no se mete, en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría, de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle los huevos a la gente que por activa o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue destrozando la de los chicos de catorce o quince años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los mismos chistes de maricones en la tele, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura.
Envidio la lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos, sin estridencias pero también sin complejos, seres humanos por encima de todo. Gente que en tiempos como éstos, cuando todo el mundo, partidos, comunidades, grupos sociales, reivindica sus correspondientes deudas históricas, podría argumentar, con más derecho que muchos, la deuda impagada de tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en lo intelectual, sino en lo puramente humano, se encuentra a un nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía inmóvil, el uno contra el otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y olvidarlos, me pregunté cuantos fantasmas atormentados, cuántas infelices almas errantes no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas.

—Arturo Pérez-Reverte

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Runaway

Escapar. Y si es contigo, mejor. Al sur del sur, a aquellas playas blancas de aguas que transparentan lo que somos. Por el camino, los molinos acompasarán esta música mientras sacamos nuestros brazos por la ventanilla del coche, bailando, suavemente, en esa armonía imprecisa de la conjunción de elementos. Escucha y recuerda. Movámonos de nuevo; hagámonos otra vez fugitivos de lo que daña y vayamos a la epidermis de la realidad. Siempre tan bella...
I would runaway with you.





Say it's true, there's nothing like me and you
I'm not alone, tell me you feel it too

And I would runaway
I would runaway, yeah, yeah
I would runaway
I would runaway with you

'Cos I am falling in love with you
No never, I'm never gonna stop
Falling in love with you

Close the door, lay down upon the floor
And by candlelight, make love to me through the night
(Through the night)

'Cos I have run away
I've runaway, yeah, yeah
I have run away, run away
Runaway with you

'Cos I am falling in love (falling in love) with you
No never, I'm never gonna stop
Falling in love with you
With you my love, with you

And I would runaway
I would runaway, yeah, yeah, yeah, yeah
I would runaway (runaway)
Runaway with you

'Cos I am falling in love (falling in love) with you
No never, I'm never gonna stop
Falling in love with you

I am falling in love (falling in love) with you
No never, I'm never gonna stop falling in love with you
Na ni na na ni na na, with you
Runaway yeah, runaway yeah, runaway, runaway, runaway
Runaway, runaway yeah, runaway yeah, runaway, runaway
Runaway with you.