miércoles, 20 de enero de 2010

Mala teología ante el terremoto

Ayer mismo un amigo me preguntó dónde estaba Dios en el momento del terremoto de Haití. Mi contestación iba en la linea de este artículo que he recibido. Evidentemente, no de una forma tan clara y elocuente. Por si nos sirve y desde el grito y la pregunta del por qué. No puede ser de otra manera...


El bollo fue peor que el coscorrón. Los titulares habían dicho que “hay peores males que el terremoto de Haití”. Munilla dice “donde dije digo, digo Diego” y dice que estaba hablando desde un plano teológico; dice desde “su” teología: “el mal que sufren esos inocentes no tiene la última palabra, porque Dios les ha prometido la felicidad eterna”. Peligrosa afirmación que invita a consolar a las víctimas con una religión “opio del pueblo”, que daría la razón a Marx, Feuerbach o Nietzsche.
No negaremos, ciertamente, que las personas creyentes se pregunten si les aporta algo la fe cuando confrontan el enigma (enigma y no problema, enigma sin solución teórica ni en filosofía, ni en teología); enigma del mal en carne viva. Pero no se le puede pedir a la fe lo que no es su papel dar.
Ni respuestas teóricas, ni recetas mágicas para resolver el obstáculo del mal o para consolarnos superficialmente cuando no lo podemos resolver. No nos da el Evangelio esa clase de recetas, ni consuelos fáciles. Tampoco nos da explicaciones evidentes que hagan desaparecer las dudas del creyente o que convenzan con argumentaciones irrefutables al no creyente.
Nada de eso podemos esperar del Evangelio. Lo que nos da es otra cosa: esperanza para proseguir en la praxis (movilizarase desde el momento siguiente para ayudar); praxis humana solidaria que lucha por la liberación del mal, a pesar de todos los pesares. Dará la fe también fuerza para orar en silencio ante el silencio de Dios frente al mal, pero será una oración de pregunta y queja: “¿Por qué me has abandonado?”.
“¿Por qué tenía que pasarles esto precisamente a quienes han muerto doblemente, porque llevaban ya en una situación de muerte en vida años y años, mienttras el resto del mundo permanecía indiferente? ¿Por què? ¿Por qué?”.
Al comentar esta reacción desde la fe con miembros de cierta comunidad de un movimiento neoconservador nos recomiendan no quejarse. “Hablar así es una ofensa a Dios”,dicen. En quienes tienen ese tipo de espiritualidad podrían hallar eco las palabras de Munilla ““el mal que sufren esos inocentes no tiene la última palabra, porque Dios les ha prometido la felicidad eterna”. Es la teología de evasión y escapismo”, que creíamos superada desde la Gaudium et spes del Vaticano II.
Aun haciendo un esfuerzo por salvar una buena voluntad o intención en la frase citada, lo que había que decirle a la persona creyente que se quejaba como Job era otra cosa, por ejemplo: “Usted no ofende a Dios al decirle como el salmista: ¿Por qué, Señor, hasta cuándo? Demasiado sabe Dios que ese grito es la única oración que usted puede hacer en este momento. Siga diciéndoselo. No es una queja ofensiva, sino una queja desde la fe en forma de oración, Siga diciéndoselo así a Dios. Sería fingido, artificial y hasta hipócrita pretender una conformidad y resignación fáciles y sonrientes después de lo ocurrido. Siga, por tanto, sin culpabilizarse, repitiéndole a Dios en la oración ese grito. Ese grito es su oración, la única que usted puede hacer ahora. Y que Él le de fuerzas para quedarse como Jesús en cruz en silencio ante el silencio de Dios frente al mal, repitiendo: “Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Ésta no es teología de evasión. Es una teología muy distinta de aquella otra que presume de saber el por qué de los males y atribuye a Dios su planificación, diciendo: “Dios lo ha permitido”. A veces se habla del mal con una teología justificadora de su planificación. Pero la fe madura debe aprender otra clase de teología, la que dice: “Ni Dios puede querer esto, ni lo permite por alguna razón. Simplemente, no me lo explico. No sé por qué ocurre todo lo que está ocurriendo, pero el Dios en quien creo, en vez de contestar a mi pregunta por dónde estaba él cuando tembló la tierra, me reta a preguntarme dónde estaba yo antes de que temblase, cuando tembló y después de haber temblado (como tan atinadamente formulaba González Fauss después del tsunami del Índico). Y he de bajar la cabeza reconociendo que no me había movido, que me cuesta moverme y que también a mí me toca una parte de responsabilidad en el abandono de las víctimas o en el retraso a salvarlas. Me da también fuerza para hacer por liberarme de mi insolidaridad y liberar a otras personas del mal, a pesar de todo…”.
Para tener esta teología y esta espiritualidad hay que empezar por perder el miedo a decir: “no sabemos, no entendemos, no lo tenemos claro…” Porque tener fe no es tener todas las cosas claras, sino implicarse en una praxis de liberación con esperanza cuando y a pesar de que estén oscuras. Tener fe no es vivir a todas horas bañado por el “resplandor de la verdad”, sino recibir fuerzas para vivir en medio de la niebla de las incertidumbres.
Desde una fe así se puede mantener la postura que pierde el miedo a quejarse en forma de plegaria. Entonces la queja no es blasfemia, sino oración en forma de grito impaciente, angustiado y esperanzado al mismo tiempo. Ese es el sentido del salmo. “¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?” Esta teología de la queja es más fiel al mensaje bíblico que la teología de la permisión divina del mal. A este modo de convertir la queja en oración. El filósofo y creyente Paul Ricoeur lo llamaba “la impaciencia de la esperanza”
Esta actitud de fe no sólo no resuelve el problema del mal, sino que, consciente de que es enigma más que problema, lo acrecienta al confrontarlo con un Dios de amor. En el caso de la persona creyente se incrementa la crisis ante el escándalo del mal, la indignación contra el triunfo del mal y el dolor por el sufrimiento inocente. Por eso es una “fe y esperanza, a pesar de…”
La aportación del cristianismo ante el enigma del mal es facilitar la praxis de seguir haciendo por bajar de la cruz a los crucificados, como dice Jon Sobrino, animados por el silencio de Jesús en cruz ante el silencio de Dios frente al mal. Ni el libro de Job ni el grito “¿Por qué me has abandonado?” de Jesús pueden desaparecer como acompañantes inseparables de la esperanza cristiana. Como Pablo, pregunta el creyente “¿Por qué?” Y como Pablo se queda callado meditando: “!Qué insondables son tus decisiones! !Qué irrastreables son tus caminos! (Rom 11, 33).
Hay que desenmascarar la teología y la espiritualidad de “no hay mal que por bien no venga”. No vamos a negar que hay algo profundo en la sabiduría popular de ese refrán. Más aún, conecta con un dicho bíblico famoso: “Mis caminos no son vuestros caminos” (Is n55, 8). Hay que reconocer que se da, a veces, al cabo del tiempo, la experiencia de reconocer la parte de bien que había en lo que nos pareció un mal o el bien que ha ocurrido después. Pero el peligro de malentendido comienza cuando atribuimos a Dios la planificación de males para sacar bienes. En ese sentido no eran precismaente lo más apropiado para un día como el del terremoto destacar en la informacvión sobre la Asamblea episcopal las palabras del Nuncio: “Dios dirije con providencia amorosa los hilos de la historia”. Ni las catástriofes naturales como el terremoto, ni las que provocan los humanos, como el Holocausto, pueden ni deben racionalizarse con providencialismos que apelen a una providencia prestidigitadora que planifique sacar palomas de bienes de la chistera de los males.
Este malentendido lo ha favorecido la traducción del texto de Rom 8, 28 en términos de “todo se convierte en bien”. Más atinado es traducir con el P. Alonso Shökel “Con los que aman a Dios, Él coopera en todo para su bien (añadiendo nosotros: “a pesar de los pesares…”.
Una lectura así lleva a una praxis esperanzada frente al mal y a pesar del mal, muy distinta de la que brota de lecturas racionalizadoras, espiritualistas, moralizantes o justificadoras de Dios
Ni le echo la culpa del mal a Dios, ni me empeño en justificar a Dios, atribuyéndole la planificación del mal para sacar bienes. Ni siquiera digo que Dios los permite (como gusta decir la teología providencialista agustiniana, tan del gusto de algún teólogo alemán incardinado en Roma). Digo, con sinceridad, que ni entiendo el mal, ni explico su permisión. Pero confío en un Dios en quien creo, como dcie Paul Ricoeur, no porque me resuelva el engima del mal, sino a pesar de que nome lo resuelve, le grito orando en forma de queja y recibo fuerza de Él para comprometerme a desclavar de su cruz a alguna víctima.
Juan Masiá Clavel. Teólogo

jueves, 7 de enero de 2010