lunes, 18 de noviembre de 2013

Pobre Eva

Cuando me lo contó pensé en sus hijos a los que tanto quería. Concebidos por amor pero un amor sin sexualidad, sin descubrir en su cuerpo el repelús de la caricia, el éxtasis del placer enamorado. Pero, ¿se puede estar enamorado prescindiendo de este regalo de la Vida? Y pensé en tantas mujeres que por tabúes sociales, epocales y morales no se conocían a sí mismas en esta dimensión. Y pensé en tantos hombres egoístas y torpes que utilizaban a las mujeres para su rato de complacencia privada y pobre.
Me contó que nunca había sentido deseo. Que a sus casi 70 años no echaba de menos el sexo que había dejado de practicar con un marido al que la próstata le impedía mantener relaciones,  porque nunca había sentido nada, porque él la había utilizado para derramarse sin cuidado ni ternura. El embrutecimiento de unas manos acostumbradas a trabajar duramente que no eran capaz de acariciar, de despertar lo más profundo de sus entrañas. Tres hijos concebidos de esta manera.
Y sentí tristeza porque era muy tarde para todo. Incluso para explicarle que el placer no es malo, que es bendición del cielo, porque todo lo creado es bendición y porque en la unión carnal uno era capaz de sentir la unidad con el resto de la creación y con el Creador. Era tarde para explicarle que su cuerpo estaba lleno de poros con capacidades inimaginables para ella.
Maldita educación que no permitió a las mujeres saberse disponibles de unas capacidades físicas y psicológicas al margen de un hombre que se las hiciera descubrir, de un cuerpo con capacidad para el placer, para sentirse vivas más allá del sacrificio por trabajar y criar unos hijos. Maldita educación y moral añejas que hacían obviar sus cuerpos preciosos y llenos de vida y de sensaciones. Maldita necedad de todos aquellos hombres que sólo usaron sus carnes para satisfacerse y no fueron capaces de llevar al séptimo cielo a las mujeres a las que supuestamente amaban.
La miré con ternura y en ella vi a todas las que desde el principio de los tiempos habían sido "castradas" por cualquier tipo de ablación. Y luego sentí esa admiración de aquel que es ajeno a una virtud superior, porque a pesar de todo esto, la sentía enamorada de su marido, de sus hijos y de su vida, incluso.

Retazos

30 de julio de 1996

Dentro de mí te veo, Señor, allí donde se unen mis miserias y desencantos, allí donde está mi parte más oscura, en mis entresijos menos puros. Allí te encuentro y te alabo, allí somos uno en nuestras soledades. Soy tu mejor sagrario. ¿Cómo andar perdido buscándote, si con sólo calllar mis sentidos ya contemplo tu rostro cómplice?


31 de julio de 1996

Señor, hazme libre de todas las cadenas que me aprisionan, libérame de todo lo que me preocupa. Sólo quiero ser tu siervo, siervo de tu amor. Desnúdame de mis pasiones, aquellas que me impiden moverme y caminar contigo. No quiero volver a atarme a nada de este mundo. Déjame volar por tu cielo.


1 de agosto de 1996

Quiero, Señor, que mi vida sea una continua acción de gracias a tu nombre, mi maestro bueno. Quiero ser un canto de alabanza al Dios que me ha creado y que no me ha descuidado. Me has seducido, Señor, y me dejé seducir. Que mi gratitud sea la llave que abra tu corazón.


2 de agosto de 1996 (Fátima)

Oh Dios, mi alma tiene sed de ti. Te contemplo en el santuario donde veo tu gloria y tu poder. Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. A la sombra de tus alas me recreo. Me abrazo a ti con toda mi alma. Tu amor vale más que la vida.


3 de agosto de 1996 (Fátima)

Orar contigo, María, como me enseñaste cuando pequeño. Orar juntos y alabar al que obró en los dos maravillas, descansar en tus brazos y que tu canto me eleve al que te prefirió. No permitas que me aparte de ti como otras veces, pues sin ti, me alma se vuelve fría. María, mi madre buena, enséñame a orar como lo hacías en el cenáculo. Quiero que me conduzcas al que habitó en ti. Que la efusión amorosa del Espíritu que se posó en ti me salpique aunque sea un poco. Aquí, en tu tierra, te pido de nuevo el aceite para mi lámpara. Que tu "sí" resuene en mis oídos para siempre.
Señor, dame fuerzas para superar la prueba de mi vida. Hoy sé que nunca superará mis fuerzas. Señor, que mi vida sea una obra constante para tu gloria. Que olvide mi propio interés y busque siempre el de mis hermanos.

Oh, mi aliento! (Respirando detalles)

Contemplé, absorto, que cada gota de existencia que derramaba en mi historia llevaba impreso el aroma de Dios. Fui testigo inmerecido de como los latidos de mis segundos sonaban al ritmo de la melodía de lo eterno. Y comprendí, no demasiado tarde, cual era la razón de por qué sigues suspirando, mi pequeña vida.

A mi abuela

26 de mayo de 1996 (sobre el 22 de mayo del mismo año)

Te fuiste sin decir palabra en tu sueño de paz. Partiste sin decirme nada cuando yo, distraído en existencia, no me daba cuenta que me dejabas.
Hoy echo de menos tu presencia que ayer quizás, en ocasiones, pasó desapercibida. ¡Cómo te anhelo, mi gaviota maltratada!. Hoy vuelas por horizontes más suaves. Te llevaste parte de mi ser para instalarte del todo en el hueco que dejabas. Ahora vives en mí, en toda tu plenitud, tal como el Creador te hizo. Aunque aún lloro por quererte tan sólo en mi esfera sin pensar que ya eres parte de lo infinito.
Estas noches en las que te lloro son el reflejo del recuerdo de la mayor parte de nuestro convivir juntos. Y siento que te ofrecí poco, cuando tú, como una madre me dabas tu complacencia pidiéndome apenas nada. ¿Cuándo dejaré de verte en tu obra, preciosa, ordenada, metódica y con gusto, casi perfecta? Tardará en desprenderse tu perfume del hogar que compartimos, y todavía no puedo oler el tuyo nuevo.
Esta vez no pude decirte adiós, porque quizás ahora no sean necesarias las despedidas.
Quiero pensar que ya donde estás recogerás el fruto de la tierra que regaste con tus lágrimas y tus sudores y que las arrugas que pintó la dureza de tu camino, se colmarán de la luz radiante  del que ahora es tu sol.
Tan sólo te pido una cosa última que sé que no me negarás. Vela por mí y por los tuyos.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Malditos recortes

Uno es consciente de la realidad cuando la realidad, la que sea, afecta a las circunstancias personales. Mientras, todo es pura ideología. Incluso las luchas más legítimas. Por eso es tan importante vivir la experiencia de la compasión o de la empatía, que suena más “laico” y moderno. O simplemente permitirse vivir este tipo de experiencias vinculantes.
Quitando todo altruismo solidario o compasivo a la mía propia, el otro día tuve la oportunidad de vivir “en mis propias carnes” la experiencia de una urgencia hospitalaria. Con mi débil salud, no era la primera, pero sí fue significativa. En primer lugar tengo que decir, contradiciendo otras opiniones y prejuicios, que el trato del personal sanitario durante esas 12 horas fue estupendo, principalmente el femenino. De la casi decena de personas que en ese intenso día se acercaron a mí al menos 9 fueron bastante agradables, sin olvidar que era un día de fiesta y puente para muchos. Decir también que en una urgencia repleta de gente, la higiene de las instalaciones era notable a poco que uno tratara de fijarse en ella. Por otro lado, teniendo en cuenta la situación de muchos de los enfermos presentes, la aglomeración de los que allí estábamos, la tardanza en la asistencia, etc. el comportamiento de las personas era correcto, quitando el elevado volumen de voz propio de los andaluces que a veces agobiaba y que otras impedía oír la megafonía. Decir incluso que un amigo francés que me acompañaba estaba admirado de los servicios en comparación con lo que me contaba que ocurría en la emergencias de París. Sirva todo esto para perder complejos y evitar prejuicios y frases hechas. Los andaluces somos limpios, el personal sanitario es agradable y dentro de los que cabe, somos hasta pacientes y educados.
Ahora bien… La otra cara de la moneda. He hablado mucho de recortes desde mi posicionamiento ideológico. Ahora la experiencia me “tocó” realmente. En principio me dijeron que, por muy lejos que estuvieran mis familiares o amigos, tardarían menos que la ambulancia en llegar porque ésta tenía “demora”. Así fue. Atravesando desde la otra punta de la ciudad llegaron antes de que llegara la ambulancia. Una vez en la urgencia tuvieron que suplicar a una enfermera que se acercara porque el dolor me tumbaba y debido a la cantidad de enfermos y a la escasa presencia de personal pasó casi una hora hasta que tuve la primera consulta con el médico (insisto, porque rogaron a esta enfermera y yo le lloré un poco para que hiciera algo por mí). Recuerdo en otros tiempos, cuando acompañaba a mi madre en sus múltiples urgencias en tantos años de enfermedad, que existían celadores que ayudaban a los enfermos con las camillas o carritos a acompañarlos a las distintas consultas. En esta ocasión contemplaba extrañado y admirado a la vez cómo los familiares de los pacientes hacían malabares y acrobacias para arrastrar o empujar esas camillas sorteando puertas y pasillos, con alguna oportuna frase de fondo como queja resignada e indignada a la vez “malditos recortes”. Pasaban dos o más horas entre una visita y otra, sin saber si formaba parte de ese lento y denso protocolo o simplemente se habían olvidado de ti. Al final tuve que rogar de nuevo. “¿Qué pasa conmigo que me dijeron que la última prueba estaba lista hace ya dos horas y llevo estoy aquí desde hace 10 horas?”

La amable enfermera, de nuevo tuvo compasión de mí y me pasó a consulta.