miércoles, 6 de noviembre de 2013

Malditos recortes

Uno es consciente de la realidad cuando la realidad, la que sea, afecta a las circunstancias personales. Mientras, todo es pura ideología. Incluso las luchas más legítimas. Por eso es tan importante vivir la experiencia de la compasión o de la empatía, que suena más “laico” y moderno. O simplemente permitirse vivir este tipo de experiencias vinculantes.
Quitando todo altruismo solidario o compasivo a la mía propia, el otro día tuve la oportunidad de vivir “en mis propias carnes” la experiencia de una urgencia hospitalaria. Con mi débil salud, no era la primera, pero sí fue significativa. En primer lugar tengo que decir, contradiciendo otras opiniones y prejuicios, que el trato del personal sanitario durante esas 12 horas fue estupendo, principalmente el femenino. De la casi decena de personas que en ese intenso día se acercaron a mí al menos 9 fueron bastante agradables, sin olvidar que era un día de fiesta y puente para muchos. Decir también que en una urgencia repleta de gente, la higiene de las instalaciones era notable a poco que uno tratara de fijarse en ella. Por otro lado, teniendo en cuenta la situación de muchos de los enfermos presentes, la aglomeración de los que allí estábamos, la tardanza en la asistencia, etc. el comportamiento de las personas era correcto, quitando el elevado volumen de voz propio de los andaluces que a veces agobiaba y que otras impedía oír la megafonía. Decir incluso que un amigo francés que me acompañaba estaba admirado de los servicios en comparación con lo que me contaba que ocurría en la emergencias de París. Sirva todo esto para perder complejos y evitar prejuicios y frases hechas. Los andaluces somos limpios, el personal sanitario es agradable y dentro de los que cabe, somos hasta pacientes y educados.
Ahora bien… La otra cara de la moneda. He hablado mucho de recortes desde mi posicionamiento ideológico. Ahora la experiencia me “tocó” realmente. En principio me dijeron que, por muy lejos que estuvieran mis familiares o amigos, tardarían menos que la ambulancia en llegar porque ésta tenía “demora”. Así fue. Atravesando desde la otra punta de la ciudad llegaron antes de que llegara la ambulancia. Una vez en la urgencia tuvieron que suplicar a una enfermera que se acercara porque el dolor me tumbaba y debido a la cantidad de enfermos y a la escasa presencia de personal pasó casi una hora hasta que tuve la primera consulta con el médico (insisto, porque rogaron a esta enfermera y yo le lloré un poco para que hiciera algo por mí). Recuerdo en otros tiempos, cuando acompañaba a mi madre en sus múltiples urgencias en tantos años de enfermedad, que existían celadores que ayudaban a los enfermos con las camillas o carritos a acompañarlos a las distintas consultas. En esta ocasión contemplaba extrañado y admirado a la vez cómo los familiares de los pacientes hacían malabares y acrobacias para arrastrar o empujar esas camillas sorteando puertas y pasillos, con alguna oportuna frase de fondo como queja resignada e indignada a la vez “malditos recortes”. Pasaban dos o más horas entre una visita y otra, sin saber si formaba parte de ese lento y denso protocolo o simplemente se habían olvidado de ti. Al final tuve que rogar de nuevo. “¿Qué pasa conmigo que me dijeron que la última prueba estaba lista hace ya dos horas y llevo estoy aquí desde hace 10 horas?”

La amable enfermera, de nuevo tuvo compasión de mí y me pasó a consulta.

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