viernes, 3 de mayo de 2013

4 de junio de 1995- Domingo de Pentecostés- 8´00 AM
Casa de la Misericordia

A la luz del fuego, todo es más parsimonioso, más suave, menos irritante. Hoy te veo grande, en tu plenitud y acogedor a pesar de mis abandonos por el sueño. Quiero que el misterio incandescente de esta luz recorra las sombras de mis entresijos. Quiero que tu álito divino vuelva a perturbar todas mis fibras. Haz que tu viento recio tambalee todos mis esquemas y luego sé tú el perfecto arquitecto que me construya.
No quiero quedarme en la ilusión óptica del momento, prefiero que redunde el éxtasis de las circunstancias y que permanezcas en mí para mi eternidad. Tú, el gran desconocido, habita en mí para que sea antorcha viva de tu presencia en el mundo. Ya es hora de que te acepte. Ya está bien de dormirme en mis más o menos imaginarios desatinos.
Quiero ser simplemente la posada que te acoja y en la que gobiernes el rumbo de mi barco que ha estado encallado. Pero esta vez tengo puerto fijo al que dirigirme. Siempre lo vi con su faro inmaculado marcándome un surco en el océano. Pero preferí prescindir de él.
Vuelve a anegar lo resquebrajado de mi corazón que se ha dejado llevar por la sequía del mundo.
Jesús, ¡cuánto te sigo amando! Hoy presencio la conjunción divina en perfecta armonía reinar sobre mí y hacerme aun más pequeño en tanto misterio. Contemplo al Padre Dios en los trinos de las aves. Te paladeo a ti que sigues ahí, imperturbable, imperecedero hasta el fin de los tiempos. Y, por último, me embriaga esta luz cautivadora que abrasa mis frialdades y desborda mis huecos.
Gracias, Dios mío, en tu perfecta unidad, por descender a lo más bajo de mi condición humana.

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