Hay veces que todo adquiere una dimensión diferente. Esto se
produce acompañado de diversas manifestaciones: Ganas de tocar los objetos que
están a mi paso, las ramas, las hojas de las plantas o simplemente los objetos inanimados,
pero sin brusquedad, sin deseo de posesión, como una caricia, con un deseo de
reverenciarlo, como si se convirtieran en objetos sagrados; la sensación de un
gozo indescriptible y como si todo formara parte de un todo único manifestado
en múltiples formas; la sensación de que todo es más intenso, los colores, los
olores; la percepción de algo más allá de la apariencia que se manifiesta en
ese momento, como si percibiera el espíritu interior de todo lo real, algo que
es común a todos los objetos (animados e inanimados); todo esto siempre
acompañado de ese gozo del que antes hablaba y de la sensación de que no soy
ajeno a nada sino que formo parte de todo.
Esto se ha repetido en numerosas ocasiones desde que tengo
consciencia de ello. A veces ha estado unido a un momento de comunicación
religiosa, momentos más propiciados de disposición interior a ello y lugares
más preparados para ello (capillas, oratorios, casas de espiritualidad…) Otras ha sobrevenido sin esperarlo, haciendo
deporte, paseando.... Muchas veces en conexión con la naturaleza (ante un
paisaje, un bosque, el mar, la montaña) pero otras dentro de mi casa, en la
habitación del seminario, o en medio de la gran ciudad, entre la gente. Siempre
todo cobra un sentido diferente, como si la realidad se transfigurara, mostrara
su ser más íntimo. A veces he perdido la noción del tiempo, he vislumbrado algo
así como el significado profundo de lo que es la eternidad.
Siento que me faltan las palabras para expresarlo porque es
como si todo esto formara parte de algo que está más allá de ellas y de la
misma mente.
A veces he bailado espontáneamente; otras muchas, lágrimas
abundantes han brotado simplemente por el gozo de un amor desbordante. En
todas, el espacio que me habitaba se convertía en terreno sagrado.
En alguna ocasión he sentido como Job que estaba delante del
Dios sin forma, del Dios liberado de todo condicionamiento personal y cultural.
Y he podido decir “ahora mis ojos te han visto”.
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