martes, 8 de octubre de 2013

Querido Papá Francisco. 
Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, vergüenza es una turbación del ánimo ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena. “Una vergüenza”. Así que es como usted ha calificado la última tragedia en Lampedusa. Y empiezan a salir cifras que hablan de más de 20 mil muertos en los últimos 10 años en los mares que separan a África del primer mundo. Los medios de comunicación se hacen eco de sus palabras y algún que otro político las repite y las hace suyas. Pero ¿realmente sienten vergüenza o no es más que esa pena lastimera y pasajera que durará lo que quieran aquellos que deciden por qué lamentarnos o de qué reírnos?
De nuevo, usted habla con la valentía propia de su carácter y de la indignación evangélica y profética que debería ser común a los cristianos. Y quiero agradecérselo en nombre de los muertos en el mar, los de la semana pasada y de todos los demás, en nombre de sus familiares, porque no van a poder llorarlos teniéndolos delante. Ahora, así, quietecitos en sus ataúdes, se los considera ciudadanos italianos. Y se revuelven políticas, acuerdos, se replantean replantear, remirar, revisar, y salen aquellos que no quieren remover o pretenden endurecer aún más, poner más vallas a este coto privado de caza. Y se reúnen ministros y autoridades. ¿Cuántos muertos tenía que haber para este revuelo? ¿Había un cupo? Pero los muertos, muertos se quedan. Ciudadanos de segunda categoría, negros pobrecitos que despiertan esa lástima efímera.
Pero, volviendo a la definición de vergüenza, ¿realmente hay alguien que haya cometido alguna acción deshonrosa y humillante, alguien que la sienta de verdad? ¿Dónde está realmente la acción deshonrosa? Quizás en hacernos dueños de un jardín que no es nuestro, privatizarlo y ponerle vallas, vallas que matan.
No tengo las soluciones, la única lógica posible es la del pescador emocionado que cuenta que atendió a los a los que han podido salvarse, sabe Dios por qué azar del destino. Al margen de leyes condenatorias de la solidaridad, ¿puede haber algo más vergonzoso que condenar la solidaridad humana?, Sirva el canto de insumisión de ese hombre como único canto posible. “Lo haré y lo volvería a hacer”. Querido Papá Francisco, se está convirtiendo en una de las personas más influyentes del mundo. Siga utilizando la palabra para mover los corazones hacia la compasión, el único remedio para esta sociedad enferma, una palabra que exija que la dignidad humana esté por encima de otros intereses, una palabra que ¿por qué no? invite a la insumisión ante leyes excluyentes que atentan contra lo más sagrado. Siga insistiendo en que la Iglesia abra las puertas, se acerque, camine, se deje de recelos, de capisallos y se ponga el uniforme de los que vienen de la gran tribulación. ¡Hay demasiado espacio "sagrado" deshabitado, desocupado, infrautilizado! ¡También eso es una vergüenza!
Gracias por poner voz a los muertos y a sus familiares. Gracias por ese llanto profundo, el del corazón, más allá de la lágrima fácil y volátil. Quiero llorar también esta noche con usted y con todos aquellos que sienten de verdad rajarse esa fibra común por la humanidad que se pierde en los mares, cementerios sin lápidas, ni nombres, ni rostros. Quiero llorar con las madres que tardarán en saber que sus hijos se ahogaron o se quemaron en su propio sueño porque este mundo no cuenta con ellos, los expulsa, les pone fronteras, les estorba. 
De nuevo me pongo en sus manos, desde mi pequeñez a veces sin rumbo, para dar la mano o un abrazo, para abrir puertas, para llamar a otras que encierran habitaciones vacías para que se abran. Tengo poco que ofrecer pero tengo lo mejor, el eco de aquella llamada que me hizo vibrar un día y que me hizo comprender que en la acogida estaba mi salvación. 
Ojalá que sus vidas, con la sangre de los más admirables mártires, sean semilla de justicia. Creo en ello.

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